Negocio, negociado, ámbito de actuación y desarrollo de una determinada política criminal. A esto nos referimos cuando hablamos del negocio penitenciario. Más allá del simple intercambio monetario, pensamos en actuaciones, sinergias, ganancias y pérdidas que van mucho más allá de lo meramente económico.
En este contexto, para entender la deriva del negocio penitenciario en estos tiempos, la relación entre dos conceptos y las limitaciones que impone uno sobre otro, se tornan fundamentales. Se trata de la seguridad, la libertad y la renuncia sistémica de la segunda por la primera. La seguridad como la ausencia de riesgo se ha convertido en una necesidad social básica que, cada vez más, deja menos margen para la aceptación de lo que es inevitable en la vida. Y es que, en una sociedad donde todo son posibilidades, vivimos de espaldas al hecho de que el riesgo es inherente a cualquier actividad humana, que nunca puede ser totalmente eliminado. Esta falta de aceptación de la realidad en la que vivimos y nos desenvolvemos, tiene sus consecuencias en la libertad como capacidad humana de actuar por voluntad propia. Esto se manifiesta en lo jurídico, pero también y como no podía ser de otro modo, en lo meramente social.
En el ámbito jurídico, son pocas las actividades humanas que hoy en día no están regladas. Nos hemos dotado de complejos sistemas regulatorios que pretenden evitar daños antes de que estos se produzcan. Sin restar valor a lo loable de la empresa, lo cierto es que el resultado de esta tendencia no es siempre satisfactorio. En general, los operadores jurídicos estamos envueltos en normas tan refinadas que, casi desde su origen, son de imposible cumplimiento. En particular para el medio penal, el afán de seguridad se hermana con una normativa inflacionista. De un lado, se castigan más y más conductas por la vía penal porque cualquier actuación socialmente criticable nos parece a priori penalmente sancionable. De otro lado, ya no es necesario el resultado lesivo para que haya reproche penal. Para determinadas actuaciones, es el riesgo el que marca el criterio de intervención de la rama del derecho más restrictiva. En la evitación del peligro perdemos la mesura. Veamos algunos datos que ayudan a entender el fenómeno que comentamos.
A principios de los ochenta, el número total de personas privadas de libertad en nuestro país rondaba la cifra de 21.000. Si atendemos al último Informe General publicado por la Secretaría General de Instituciones Penitenciarias, la población penitenciaria en los centros penitenciarios dependientes de la Administración General del Estado a finales de 2022 era de 46.468 internos/as (sin contar Cataluña y País Vasco). Se observa, respecto del año 2021, un incremento de 505 en valores absolutos (1,1 puntos porcentuales), siendo mayor el aumento en el caso de las mujeres. No obstante, no se trata ni mucho menos de la cifra más alta en términos de evolución poblacional. En el año 2009, se superó la cifra de 76.000 personas presas.
A su vez, a estas cifras, se suma la que deriva de la gestión de las medidas alternativas a la prisión que, si bien no suponen privación de libertad en sentido estricto, sí que abarcan un campo importante de actuación penal, control social y tutela administrativa. Tomando los datos de la misma fuente, a lo largo del 2022 se recibieron un total de 88.471 nuevos mandamientos de cumplimiento de medidas alternativas (prácticamente los mismos que el año anterior). Sin embargo, la gestión realizada durante el año 2022 presenta como balance a 31 de diciembre, un stock -condenas que están en cumplimiento o en fase de gestión del cumplimiento- de 45.425 mandamientos activos que, unidos a los cumplidos/finalizados (89.265), hacen un flujo total de gestión de 134.690 mandamientos, distribuidos entre trabajos en beneficio de la comunidad (110.700), y suspensiones y sustituciones de condena (23.990). Al igual que para la pena privativa de libertad, se observa con respecto al año anterior un ligero incremento, (1,2%).
Decíamos antes que toda esta tendencia no sólo tiene consecuencias jurídicas como las comentadas, sino que también se aprecian consecuencias sociales lógicas. En la época de la seguridad, es este el valor en auge. Ello no sólo frente a las parcelas de libertad que por pura inercia normativa vamos perdiendo, sino incluso en la capacidad de expresar libremente valoraciones y opiniones distintas a las del bloque social al que se pertenece. Si es la seguridad la que impera, cualquier opinión individual disidente que pueda contradecir el camino grupal a seguir, se critica desde el inicio.
Y por último, está la parte económica, el negocio, ahora sí en sentido estricto, que la expansión de lo penal conlleva. Lo anterior, no sólo en cuestión de gasto personal, en el que obviamente nos incluimos, si no por las actividades que en sentido más amplio los opinadores sobre lo penitenciario generamos. Más allá de todo ello, pensemos en las infraestructuras, en los gastos e inversiones en prisiones, en el desarrollo actual de las smart prisons. El ámbito de la seguridad como espacio de prueba para innovaciones tecnológicas, aúna de manera inequívoca el interés económico y la expansión de la idea de seguridad como principio. Nadie en concreto decide que esto sea así, pero todos contribuimos a ello.