De acuerdo con el art. 62 de la Ley Orgánica 1/1979, de 26 de septiembre, General Penitenciaria (LOGP), el tratamiento penitenciario se inspirará en los siguientes principios: “a) Estará basado en el estudio científico de la constitución, el temperamento, el carácter, las aptitudes y las actitudes del sujeto a tratar, así como de su sistema dinámico-motivacional y del aspecto evolutivo de su personalidad, conducente a un enjuiciamiento global de la misma, que se recogerá en el protocolo del interno. b) Guardará relación directa con un diagnóstico de personalidad criminal y con un juicio pronostico inicial, que serán emitidos tomando como base una consideración ponderada del enjuiciamiento global a que se refiere el apartado anterior, así como el resumen de su actividad delictiva y de todos los datos ambientales, ya sean individuales, familiares o sociales, del sujeto. c) Será individualizado, consistiendo en la variable utilización de métodos médico-biológicos, psiquiátricos, psicológicos, pedagógicos y sociales, en relación a la personalidad del interno. d) En general será complejo, exigiendo la integración de varios de los métodos citados en una dirección de conjunto y en el marco del régimen adecuado. e) Será programado, fijándose el plan general que deberá seguirse en su ejecución, la intensidad mayor o menor en la aplicación de cada método de tratamiento y la distribución de los quehaceres concretos integrantes del mismo entre los diversos especialistas y educadores. f) Será de carácter continuo y dinámico, dependiente de las incidencias en la evolución de la personalidad del interno durante el cumplimiento de la condena”.
En consonancia con lo anterior y para cumplir con el principio recogido en la letra c) del precepto transcrito, el art. 63 establece que: “para la individualización del tratamiento, tras la adecuada observación de cada penado, se realizará su clasificación, destinándose al establecimiento cuyo régimen sea más adecuado al tratamiento que se le haya señalado, y, en su caso, al grupo o sección más idóneo dentro de aquél. La clasificación debe tomar en cuenta no solo la personalidad y el historial individual, familiar, social y delictivo del interno, sino también la duración de la pena y medidas penales en su caso, el medio a que probablemente retornará y los recursos, facilidades y dificultades existentes en cada caso y momento para el buen éxito del tratamiento”. Finalmente, cerrando el círculo y para que esa individualización en el tratamiento y la clasificación en grado tengan manifestación práctica en el régimen de cumplimiento, el art. 72 LOGP determina que: “Uno. Las penas privativas de libertad se ejecutarán según el sistema de individualización científica, separado en grados, el último de los cuales será el de libertad condicional, conforme determina el Código Penal. (…) Tres. Siempre que de la observación y clasificación correspondiente de un interno resulte estar en condiciones para ello, podrá ser situado inicialmente en grado superior, salvo el de libertad condicional, sin tener que pasar necesariamente por los que le preceden. Cuatro. En ningún caso se mantendrá a un interno en un grado inferior cuando por la evolución de su tratamiento se haga merecedor a su progresión”.
Como vemos, la norma parte de un cumplimiento individualizado de la condena privativa de libertad. De modo que, a pesar de que se trate de la misma tipología delictiva, no todos los supuestos pertenecientes a la misma recibirán en mismo trato penitenciario. Conforme a los preceptos anteriores, las circunstancias particulares de cada caso -penales, pero también penitenciarias, sociales y personales- podrán determinar diferentes regímenes de cumplimiento. Todo ello bajo el prisma de que cada caso es en sí mismo único y así ha de tratarse.
¿Cómo conjugan estos principios, esta visión penitenciaria, con la reforma operada en sede penal en relación a los delitos contra la libertad sexual? Como acertadamente apunta LASCURÁIN en los diversos trabajos en viene publicando en la materia -destaca por reciente e ilustrativo, el publicado en el periódico El País, el pasado 23 de enero, bajo el título El absurdo en las penas por delitos sexuales-, la reforma de los delitos sexuales no sólo ha apostado por una mayor penalidad generalizada, sino que lo ha hecho de forma desordenada. Esto tanto hacia dentro, como hacia fuera; causando una desproporción en el desvalor jurídico asignado a algunas conductas, si sus posibles condenas se comparan con las de otros delitos, tanto los que atentan contra la libertad sexual, como los que se sitúan fuera de esta categoría. En este contexto penal tan homogeneizador en lo punitivo, la labor penitenciaria es más que nunca necesaria para valorar, desde la óptica de la individualización, las necesidades de cada intervención caso a caso. A su vez, por ese desorden en el desvalor asignado a las conductas, la labor de los juristas en las juntas de tratamiento se torna fundamental. Se impone una labor jurídica interpretativa que ayude a entender el contexto normativo descrito en un intento, no de rebajar la condena ya inmodificable, sino de entender el por qué de la misma y su desvalor comparativo. Sólo así, quizá, seamos capaces de trabajar en itinerarios de cumplimiento y ejecución penitenciaria conforme a criterios más mesurados, que los que nuestro legislador ha seguido para el diseño general de las penas.