¿Cómo y quién legisla en nuestro país? ¿Cuál es la calidad y la técnica legal que se emplea? ¿Son eficientes nuestras normas y duraderas en el tiempo o, por el contrario, se legisla al albur de las circunstancias, la improvisación y el oportunismo? ¿Es mejorable la seguridad jurídica? ¿Cuánto gastaría el Estado si se crearan comisiones legales que velasen por el arte de legislar y la calidad del texto, del lenguaje preciso, claro, sencillo de la norma, más allá de la reforma en 2015 de valorizar el impacto normativo de cuánto se promulga? La hermenéutica interpretativa, máxime en campos de derecho privado y la jurisprudencia, son, en buena parte, análisis y valoraciones heterocompositivas de normas con lagunas, contradicciones, ambigüedades, oscuridades, textos incomprensibles, farragosos y donde las reformas se suceden una tras otra con más desacierto que virtud en no pocos casos.
La semana pasada, frenética y algo dislocada en el frenesí abúlico de la política de intereses, se vivió entre precipitaciones y pactos, componendas y debilidades, todo un reflejo de lo que será una legislatura que se antoja sumamente compleja, tensa, polarizada y de muchas idas y venidas entre partidos y políticos. El juego está servido, la polémica está presente y todo se usará como arma y herramienta partidista.
Pero algo ha quedado claro: en nuestro país, unos Gobiernos, más que otros, llevan absolutamente la iniciativa y el pulso legislativo. Es el Gobierno quien de facto y no indisimuladamente asume toda iniciativa legislativa, o su inmensa mayoría. Bien sea a través del uso y abuso del decreto-ley (tomamos prestado el título de la extraordinaria monografía del profesor y gran constitucionalista Aragón Reyes), bien sea a través de las proposiciones de ley, casi siempre vinculadas al Gobierno o los partidos que lo sustentan. No es que se haya orillado al poder legislativo, sino que es el poder ejecutivo el que al hilo de la acción de gobierno ha copado el legislativo y las llaves del engranaje normativo. Vayamos al campo o área del Derecho que queramos, que así es, amén de todo lo que significa y envuelve el ámbito administrativo del Estado en todas sus dimensiones.
Hace unas semanas, ha visto la luz un libro que se ocupa precisamente del arte de legislar, y su evaluación ex ante y ex post, una monografía muy necesaria tanto para teóricos como prácticos del derecho y sobre todo, del corpus legislativo que debemos a los profesores de Comillas Álvarez Vélez y De Montalvo.
No cabe duda de que la iniciativa, mayoritariamente, se debe al Ejecutivo, al Gobierno. Y que se ha abusado y se abusa -lo hemos visto sobre todo en la última década y media- del Decreto Ley, con escaso escrúpulo respecto al matiz material y claro de la existencia de una extraordinaria y urgente necesidad. Es la regla desafortunadamente del iter y del proceso legislativo, cuando debería quedar residenciada única y exclusivamente en esa franja de límites para la cual fue configurado el Decreto Ley.
El dislate está llegando en este uso desmedido y demediado de Decretos leyes que no son infrecuentes, arsenales normativas que se convierten en leyes atrapalotodo y donde a modo de cajón de sastre estamos promulgando normas y reales decretos tan heterogéneos y mixtos donde se aprovecha para modificar textos legales de toda índole y que nada tienen que ver con una unidad de acción, coherencia y eficiencia. Sirva como botón de muestra, por ejemplo, el real decreto ley de 28 de junio de 2023, un texto tan dispar como ambiguo y difícil de leer en el que, a través de 226 artículos, se trasponen directivas europeas y reformas de todo calado tanto materiales como procesales que no guardan, en no pocas ocasiones, relación entre lo regulado, lo reformado y la situación jurídica real y existente.
Y es que el “razonable margen de discrecionalidad” para acudir a este tipo de Decreto es tal por el Gobierno, que se ha abierto la vía de la comodidad, el oportunismo, el desdén hacia la separación de poderes, algo que es habitual por desgracia en el paisanaje político y que sufren sobre todo el poder judicial y el propio legislativo, que simplemente residencia su función de control con maquillajes y limitaciones en función de composiciones y repartos de mesas más las convalidaciones que ex post han de llegar para el decreto ley.
Como bien advierte la profesora Álvarez Vélez al hablar del Decreto-Ley, “preocupante es que se esté aprovechando la debilidad del procedimiento legislativo cuando la iniciativa no es gubernamental para elaborar las leyes parlamentarias”. Y nada cambiará esta pauta de actuación.
Hoy la atención de la opinión pública, ya de por sí limitada y escasa, flota, sin embargo, sobre la superficialidad del número, o quizá la aleatoriedad de un Gobierno que sabe que necesita apoyos parlamentarios, bien para aprobar las normas por los cauces que deberían ser los habituales, y que son minoritarios, bien para convalidar decretos leyes, tal y como blasona el artículo 86 del texto constitucional. Lo que hemos visto estos días es el precio del apoyo a cada norma que un Gobierno con enorme debilidad en la Cámara Baja -toda vez que la Alta está dominada por la oposición- ha de pagar a sus aliados parlamentarios. Algo que afecta además a techos competenciales y al engranaje de los artículos constitucionales 148 y 149. Todo vale o parece valer, máxime cuando el Constitucional tarda años en pronunciarse.
Y más preocupante para cualquier jurista ha de ser la calidad y la oportunidad de lo que se legisla, la técnica que se emplea. El rigor del lenguaje, la profundidad de lo material y la eficiencia del resultado para lograr un corpus legislativo dinámico, seguro, moderno, con rigor técnico y normativo y que brinde apoyo a las esclusas de la seguridad jurídica. Que incluso aquella máxima de in claris non fit interpretatio no es correcta del todo.
Abel Veiga es profesor y decano de la facultad de Derecho de Comillas Icade
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