Si progresar lleva implícito evolucionar a un estado mejor, ¿es posible hoy en día pensar que el progreso y el desarrollo (económico y empresarial) puedan forjarse sin incluir dentro de la ecuación variables como la responsabilidad social, la sostenibilidad o el medio ambiente?
Es innegable que estos términos han ido haciéndose hueco en nuestro vocabulario (de forma más frecuente durante la última década y, especialmente, desde el Acuerdo de París), de tal forma que resultaría absurdo pensar en construir un mañana sin integrarlos hoy en el diseño de la hoja de ruta a seguir.
Pero no lo digo yo, lo dicen las estadísticas, los organismos internacionales, los Estados y el poder legislativo. Así, el pasado año y el presente quedan marcados por la proliferación a ritmo exponencial de instrumentos normativos orientados a la consecución de los objetivos señalados en la Agenda 2030.
Entre ellos, la propuesta de Directiva del Parlamento y del Consejo Europeos sobre diligencia debida en materia de sostenibilidad, cuyo objeto es el fomento de un comportamiento empresarial sostenible y responsable a lo largo de las cadenas de suministro mundiales, ha de situarse en el punto de mira dada la discusión de parte relevante de su contenido desde el comienzo del procedimiento legislativo en el que se encauza.
Concretamente, de su texto inicial, el mandato a los administradores de las sociedades para tener en cuenta las consecuencias de sus decisiones en materia de sostenibilidad, derechos humanos y cambio climático, tratando de integrar esa base de actuación dentro del deber general de diligencia, no ha calado hondo. Alegaba el Comité de Representantes de los Estados Miembros que esta disposición “constituía una interferencia inadecuada con las disposiciones nacionales relativas a las obligaciones de los administradores que podría socavar la obligación de actuar en el mejor interés de la empresa”.
Siendo más críticos en la lectura, no se puede (o no se quiere) hacer responsables a los administradores por la falta de integración en la estrategia de la compañía de políticas tendentes a la creación de valor sostenible y la mitigación de los efectos adversos de su actividad sobre el medio ambiente y la sociedad en su conjunto. Parece ser que el contenido de ese deber de diligencia y, por ende, la responsabilidad derivada de la infracción del mismo, debe ceñirse al significado atribuido por la legislación doméstica. Y este, grosso modo, no es ni más ni menos que el cumplimiento de los deberes impuestos por las leyes y los estatutos, subordinando el interés particular al interés social.
¿No debería existir una intersección entre el interés de una y de otras? ¿No es condición necesaria el bienestar de la una para el buen funcionamiento de las otras? Defendamos la teoría institucionalista del interés social, que aboga por el entendimiento del mismo no como el interés individual de cada uno de los socios (a menudo con una connotación meramente económica), sino como el interés superior de la propia compañía, poniendo en la lista de prioridades no solo la supervivencia de esta a largo plazo, sino también las necesidades de los grupos de interés que orbitan a su alrededor.
Y, aunque no es una postura predominante (a la vista está que no ha sido considerada por el Comité de Representantes en sus comentarios a la propuesta de directiva), tampoco es aislada, pues una parte de la doctrina y de la jurisprudencia apoyan esta idea pluralista más inclusiva que, además, recientemente ha trascendido el mero planteamiento teórico y ha servido de base a la demanda pionera protagonizada por los inversores de SHELL Plc contra su Consejo de Administración.
Su alegación se centra en la omisión por parte del órgano de administración de la aplicación de una estrategia de transición energética que gestione adecuadamente los riesgos que el cambio climático plantea a la empresa, dejándola seriamente expuesta a las inseguridades que se esbozan para su éxito futuro. Así, el litigio parece redundar en el interés social de la compañía, en su sentido más amplio, instando a prepararla para un mundo cada vez menos dependiente del petróleo y el gas en beneficio de la sociedad (humana y corporativa) y de sus socios.
Llegados a este punto, no pueden quedar dudas de que el escenario global en el que nos encontramos actualmente –tremendamente demandante de actuaciones sólidas– exige que, como conjunto, miremos al futuro con unas lentes que, además del progreso y el beneficio económico, incluyan el prisma de la sostenibilidad y el bienestar común, dejando de lado el cortoplacismo e individualismo que han dominado hasta ahora la toma de decisiones en el ámbito empresarial, institucional y estatal.
Sandra Albarrán, asociada del departamento M&A y Capital Riesgo de Lawesome
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