Allá por el año 2009 acogíamos con entusiasmo la, en aquel momento novedosa, Ley sobre Modificaciones Estructurales de las Sociedades Mercantiles (LME). Esta norma supuso una profusa reforma del derecho de sociedades, que no solo produjo la transposición de la Directiva 2005/56/CE, sino también una profunda modificación de la extinta Ley de Sociedades Anónimas. Con sus luces y sombras, existía consenso acerca de las virtudes de esa ley, que suponía un avance para nuestro ordenamiento jurídico.
Casi 14 años después, el Consejo de Ministros aprobó en febrero un anteproyecto de ley de modificaciones estructurales de sociedades mercantiles, cuyo objeto era la transposición al derecho español de la Directiva (UE) 2019/2121 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de noviembre de 2019, en lo que atañe a las transformaciones, fusiones y escisiones transfronterizas de empresas. Del anteproyecto resultaba claro que la reforma iba más allá de una mera transposición, proponiendo una reforma sustancial respecto de la LME. Siguiendo el trámite legislativo, el anteproyecto se sometió a trámite de audiencia e información pública, para posteriormente remitirlo al Congreso de los Diputados. Hasta ahí, poco que decir, la singladura parlamentaria haría que, en mayor o menor medida, existiese cierto debate y consenso respecto de la nueva norma.
Hete aquí que, por sorpresa, el Consejo de Ministros celebrado el pasado martes, utilizando la figura del decreto ley, procedió a la aprobación de una nueva ley de modificaciones estructurales, de modo que el anteproyecto de ley pasará a ser, sin trámite parlamentario, la ley que regule las modificaciones estructurales en España. La polémica está servida.
Más allá de las críticas evidentes sobre que una reforma de esta relevancia merecería algo más que su aprobación como decreto ley, y al alimón de un batiburrillo de medidas relacionadas con temas tan dispares como la guerra de Ucrania o la reconstrucción de la isla de La Palma, lo esencial aquí es poner de manifiesto que esta aprobación acelerada supone la pérdida de una estupenda oportunidad para resolver una plétora de cuestiones que la comunidad jurídica suscitó a la vista del anteproyecto, así como otras dudas clásicas con las que la LME convive.
No es este el foro para extenderse, pero la nueva ley parece que adolecerá de defectos que, en vez de facilitar las modificaciones estructurales, puede hacerlas más onerosas en tiempo y forma. Entre otros: la exigencia de la acreditación de encontrarse al corriente en el cumplimiento de las obligaciones tributarias y frente a la Seguridad Social, que parece injustificada; la extensión a las modificaciones estructurales internas de la posibilidad de que los trabajadores “expresen” su opinión y que los trabajadores y acreedores puedan manifestar “observaciones” sobre la operación proyectada, sin que quede claro el procedimiento a seguir para ello; la propagación a la transformación de múltiples exigencias procedimentales por aplicación del nuevo régimen general para todas las modificaciones, efecto indeseado de la nueva configuración sistemática; el nuevo proceso para obtener garantías por parte de los acreedores, o la falta de aclaración sobre dudas que en la actualidad plantea la ley sobre, por ejemplo, los supuestos en que no es necesario el informe de expertos o la peculiar referencia a la asistencia financiera en las fusiones apalancadas.
Como de costumbre, las prisas son malas consejeras. El anteproyecto era un buen texto, pero como paso inicial para el proceso legislativo laborioso pero necesario. He participado en múltiples fusiones transfronterizas, sin que tenga la impresión de que existiesen medidas de extraordinaria y urgente necesidad que justificasen la transposición inmediata. Termino con la cita que me vino a la cabeza tras conocer la noticia: “Las leyes, como las salchichas, dejan de inspirar respeto en proporción a cuánto sabemos de cómo están hechas”. Y si es un real decreto ley, ni les cuento.
Jorge Carmona, counsel del área de corporate y M&A de Dentons.