Aunque la entrada en vigor (hace año y medio) de la reforma del texto refundido de la Ley Concursal ha traído consigo un marco regulatorio más favorable para la gestión de las insolvencias, se están registrando casos de empresas que al amparo de la nueva norma alcanzaron un plan de reestructuración con sus acreedores y que ahora, paradójicamente, están acudiendo al juzgado para solicitar la declaración de concurso.
En tales casos, el plan de reestructuración ha fracasado como instrumento destinado a garantizar la viabilidad de una compañía a corto y medio plazo y, en efecto, la única salida posible pasa por el procedimiento concursal, mucho más lento, costoso y enrevesado en su tramitación.
Asegurar la viabilidad de una empresa con problemas coyunturales de tesorería compete a la propia deudora, pero también a los acreedores, toda vez que en sus balances tienen contabilizados unos créditos cuyo valor se antoja incierto. Un plan de reestructuración, por tanto, debe construirse con el compromiso de todas las partes afectadas, tratando de armonizar los intereses legítimos de los acreedores con el proyecto de futuro de la empresa en dificultades.
Parece lógico que una compañía asuma ciertos sacrificios si desea recabar el apoyo de sus acreedores de cara a un plan de reestructuración. Resulta más difícil de entender a priori que los acreedores también tengan que ceder en sus posiciones en aras de la viabilidad de la empresa deudora. Pero ese es el espíritu que alienta la nueva figura de los planes de reestructuración, de modo que todos los implicados deben arrimar el hombro en la consecución de ese objetivo común.
Ocurre que en España predomina la financiación bancaria y rara es la empresa en vías de reestructuración que no tiene que negociar con uno o varios bancos acreedores. Ello les otorga un papel clave en la búsqueda de soluciones para las compañías económicamente viables, un papel desde el cual a las propias entidades les conviene facilitar las reestructuraciones, ya que está en juego la recuperación de sus créditos.
Pero los bancos tienen múltiples intereses y, en el año y medio que lleva en vigor la norma, hemos podido comprobar de primera mano que en ocasiones, con una visión cortoplacista, miran más por su cuenta de resultados que por la viabilidad de las empresas con dificultades, especialmente cuando las circunstancias específicas de un proceso de reestructuración aconsejan que los acreedores financieros soporten algún tipo de quebranto en forma de carencias del principal, esperas o quitas.
Existe el riesgo de que las entidades bancarias promuevan la aprobación de planes de reestructuración descafeinados, poco ambiciosos, que no resuelvan sino que aplacen los problemas, en una estrategia equiparable a lo que en términos futbolísticos se conoce como una patada hacia delante. De ese modo, evitan reconocer el deterioro y dotar provisiones, por lo que no se resiente la cuenta de resultados del banco. Significativo es que la tendencia a la patada hacia delante se acentúa cuando un plan de reestructuración se negocia en los últimos meses del ejercicio.
La normativa contable por la que se rigen las entidades bancarias no limita las medidas de reestructuración que se les puede imponer (carencias de principal, esperas, quitas…) e insta a los bancos a reconocer el deterioro lo antes posible. Cuanto antes lo hagan, mayores probabilidades tendrán las empresas viables de salir adelante y de atender sus obligaciones pendientes de pago. Por el contrario, demorar la búsqueda de soluciones verdaderamente realistas no hace sino agravar la situación a medio plazo. Prueba de ello es que, como ya se está observando, algunos de los concursos de acreedores de 2024 derivan de antiguos planes de reestructuración imposibles de cumplir.
Desde hace un año y medio, España cuenta con un régimen legal altamente competitivo en materia de insolvencias y todos los operadores del mercado están llamados a coadyuvar de forma responsable a la reestructuración de aquellas empresas que, siendo viables, estén atravesando dificultades financieras. No deberían repetirse las malas prácticas de la crisis de 2008, cuando la banca concedía refinanciaciones pero sin apuntarse el deterioro con tal de no dotar provisiones y preservar, así, la cuenta de resultados. La patada hacia delante es un viejo recurso que a la larga siempre se revela contraproducente.
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